jueves, 25 de noviembre de 2010

Demasiado tímida

Cada mañana al pasar por la esquina cerca de mi casa lo veía. Vestido para ir al trabajo y más tarde a la universidad, vestido de adulto con vestigios de adolescente renuente a dar el siguiente paso hacia la madurez.

Cada día lo veía detenerse en esa esquina, esperando el autobus a su destino. Yo pasaba y él miraba sin mirar realmente mi sombra, estirada e insípida, extraña y tímida, con miedos de meterme en la vida. Mi vestidura de mujer poca llamativa era la misma de siempre cada día, sin más variantes que la mueca de sonrisa escurridiza de mi cara tan ambigua.

Era otro día y mientras él se ahogaba en la belleza que traducían mis ojos, yo me sumergía en la fealdad de mi opinión de mi misma, más aterrorizada que nunca.

Su cabello volaba con el viento, sus ojos miraban a muchas partes, pero siempre me excluía, para mi ni la sobra de un reojo. Y su boca, esa boca que gritaba ser besada por la mía. Pobrecita esta existencia mía.

Y sí, seguían pasando los días. Mañana tras mañana por allí yo pasaba y lo observaba tan silenciosa como la inexistencia más ausente y él, sin más nada para mí que su perfil ignorándome días trás días, mañanas una detrás de la otra.

Ese día llovía. Sí, llovía. Corrí refugiada en mi paraguas chapoteando en medio de charcos de aguas fría, fría como su mirada que nunca me miraba. El cielo se ocultaba en un enorme nubarrón gris que bañaba toda la ciudad.

Y él seguía de pie allá en la misma esquina de siempre, sin moverse, esperando el autobus, tranquilamente. Yo corría y con cada salto casi atlético de mis pies me sentía por primera vez en mi vida, bonita, segura, audáz y decidida.

Llegué hasta él, hasta el chico de la esquina y plantada frente a él, seguía sintiendo su indiferencia, separándonos en este momento de valentía y ligereza repentina. Él seguía sin ver y fue cuando pude darme cuenta.

Se manifestaba por primera vez su ceguera, sus ojos tan bellos a la traducción de mi mirada seguían sin ver, miraban pero no observaban, sus retinas nubladas era como el mismo cielo vomitando agua.

Que injusticia de la vida, que justo ahora que me atrevía acercarme él, no podía mirarme. Me quedé plantada frente a él, ante la indiferencia de sus ojos ojos sin ver. La lluvia arreciaba y se confundía con mis lágrimas, la esquina estaba demasiada solitaria y el autobus no pasaba.

Las gotas de lluvia hacía un recorrido en cámara lenta desde el cielo hasta el pavimento y mi ropa mojada pesaba tanto como el incómodo momento.

Comenzaba a temblar, el frío le ganaba al calor de mi cuerpo y mi valentía comenzaba a desaparecer porque en realidad, nada pasaba.

No sé si fue un gemido quebrado de mi llanto, no sé si fue mi respiración acelerada o mi mano autómata que por fin levantada y temblorosa le tocó el rostro.

Dejó de llover y como en una película con imágenes aceleradas, salió el sol y él, el chico ciego de la esquina atrapó mi mano entre la suya y su rostro.

La gente comenzó a aparecer de todos lados trás el cese de la lluvia, el autobus llegó y el chico de la esquina se subió. Llevaba tomada de la mano a la chica que cada mañana sentía pasar, la chica con olor a primavera en el cabello y de caminar musical, la chica a quien hoy se disponía a llamar porque siempre pensó que era demasiado tímida.

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